Muchas veces escuchamos que ser emprendedor es un gran desafío, que hay que tolerar los errores, las equivocaciones, reponerse y tomarlo como un aprendizaje. Hay una gran diversidad de publicaciones que hablan sobre cómo comenzar una Start-up, a qué situaciones hay que atenerse y cuál es el perfil del buen emprendedor.
Nos han dicho qué países son los mejores para emprender, dónde conviene establecer una LLC (limited liability company), cómo hacer un pitch, dónde obtener fondos y los «must» que hay que tener en cuenta en una reunión con un inversor. Nos han hablado del canvas, del los planes de negocios y aprendemos términos como «break even», «VAN», «payback», entre muchos otros. Nos dicen que un emprendedor trabaja 24×7, que no existen los feriados, ni los fines de semana.
Hablan, hablan y hablan y nosotros escuchamos, absorbemos, analizamos y también trabajamos. Son tantas las cosas que nos dicen que a veces se olvidan de lo más importante: las sensaciones. Como ese revoloteo en la panza el instante previo a tener que presentar tu empresa. Sí, parece que esos nervios nunca se van. O el sentirte Donald Trump cuando obtuviste tu primer ingreso, aunque fueran cinco dólares, porque estás convencido de que es sólo el principio. También esa mezcla de orgullo y timidez cuando ves que tu empresa salió mencionada en algún medio de comunicación. Sentir que competís contra los grandes y que podes vencerlos a fuerza de pasión y dedicación.
Y puntualmente a nosotros, los emprendedores con impacto social, se les olvida decirnos que por mucho que lo intentemos, por mucho profesionalismo que queramos tener, no vamos a poder estar al margen ni dejar de involucrarnos con nuestros grupos de acción, con nuestro público.
Mi empresa, Incluyeme.com, trabaja con personas en situación de discapacidad y las ayuda a conseguir un empleo. Conocemos sus historias, sus dificultades, sus angustias y todo lo que tuvieron que atravesar en estos años para conseguir un empleo, para poder ser independientes, para alcanzar esa dignidad que ofrece el trabajo. Y cuando digo conocemos no me refiero a estadísticas, sino a historias con nombre y apellido.
Una de esas historias es la de Gabriel: un joven simpático, estudiante universitario que siempre asistía a nuestros eventos, de hecho participó en nuestro video institucional y siempre tuvo muy buena predisposición. Queríamos que él encontrara un trabajo, creíamos que se lo merecía, que tenía la capacidad para trabajar en cualquier empresa, pero esa oportunidad no aparecía y eso nos angustiaba mucho.
«No se pueden involucrar con cada caso», nos decían, «Manténganse al margen». Muchas veces esos comentarios me hacían pensar que estábamos equivocados, que teníamos que ser más fríos. Pero, ¿con qué motivación alguien encara una empresa con impacto social si no está dispuesto a involucrarse? ¿Cómo se puede ayudar a alguien sin dedicar tiempo para conocer su historia, sin ponerse en su lugar, sin entender su angustia? Es más difícil trabajar así, por supuesto. Pero la recompensa es aún mayor.
Una semana atrás, luego de una jornada agotadora, me acosté en el sillón a revisar mi casilla de e-mails. Entre ellos había uno de la empresa Accenture, comentándonos que estaban muy contentos con nuestro trabajo porque habían incorporado a una persona a través de nuestra web que les parecía maravillosa. Y sí, claro, era Gabriel.
¿Cómo puedo describir la sensación que tuve en ese momento cuando nadie me la había explicado o no la había leído en ningún libro? Era una mezcla de emoción, satisfacción, orgullo, alegría, todo eso junto. No sabía si reír o llorar, saltar o gritar. Pero no hice nada de todo eso, me quedé mirando la foto de Gabriel, feliz y contento, con el logo de su empresa detrás, y entonces pensé: “Esto es lo que hago, por estas historias trabajo”.
Mañana otra vez hay que levantarse temprano y ayudar a más personas como Gabriel. Y lo voy a hacer porque estoy involucrada, porque no me mantengo al margen y porque no quiero dejar de hacerlo.